Recorrí una noche eterna, y sólo descubrí que el abismo que temía estaba dentro de mi. Ebrio de una ira inconfesable encendí fuegos que aún hoy no puedo apagar del todo, quemé a muchos, y aún hoy me sigo quemando. Cada vez que recuerdo ese vacío, esa vergüenza, ese miedo, mi valor se desvanece y sólo quiero huir. Pero escapar nunca es la respuesta. Poco a poco mi sed y mi fuerza comenzaron a brotar desde el mismo manantial, y el mismo dolor humillante que me hacía bajar la vista ante las muchachas hermosas me mantenía estudiando sin descanso por las noches, me levantaba cada mañana y me daba la sangre fría necesaria, necesaria ante las pruebas, necesaria ante los enemigos. Porque tener una misión es tener también enemigos. Todos los que fuimos perseguidores incandescentes de un objeto numinoso tuvimos enemigos, porque quien se declara luz, define necesariamente a la sombra, y no se puede ser luz sin alumbrar donde había oscuridad. Yo estaba eligiendo al hombre. Y escoger a una humanidad en particular me hacía rechazar todas las otras. Muchas veces otros escogen metas por nosotros, pero esa sed, esa vergüenza, ese dolor y esa soledad me hicieron escoger una meta que era también un camino, un camino que era a la vez una humanidad. Mi camino estaba trazado. Y viví días febriles trabajando por construir parte de este hoy, viví noches espantosas velando por una virtud mística y sagrada, viví segundos aterradores conteniendo la ira, soportando el desdén, anhelando un beso, cumpliendo una misión. Siempre dije que era mi epopeya personal, siempre dije que era mi canto el canto épico de una conquista, pero la verdad es que mi epopeya no tenía héroes, nadie en ella parecía ser divino en sentido alguno, nadie más que yo tenía misión bajo este cielo. Viví largos años encadenado a un código de honor arcaico y ascético, me purifiqué con mortificaciones y me endurecí a fuerza de esfuerzos, pero sólo defendía una virtud arcaica, un misticismo infantil y una nobleza inútil. Así me lo gritó la sociedad toda mil veces. Y mil veces no quise oír. Pero su oración cansada y envilecida se coló por cada una de las rendijas de la miseria, cada bajeza de la rutina llevaba su signo perezoso, y cada vileza de la gente pregonaba su advenimiento, que llegó lentamente, para desmoronarme de un soplido.
19-02-2010, 3:14