Sólo bastaba un beso. Un beso ajeno y demasiado tierno, un beso de enamorados para darse cuenta de lo que falta, de lo que se perdió, de lo que añoro. En el fondo de las cosas estaba esa argamasa fría del desencanto y era culpa sólo de ese beso y esa ternura irremediablemente perdidos. Porque nunca más ella me amará así, porque nunca más estará enamorada como esa primera vez, porque yo nunca más seré ese que tanto quiso. En la oscuridad dolorosa de mi división siento la culpa silenciosa de eso que has hecho con tus propias manos y de lo cual sin embargo eres inocente. Porque eran mis manos, pero no era yo. Porque ahora que la miro y la deseo, ahora que la recuerdo y quiero tenerla entre mis brazos, ahora su voz no me nombra como antes y sus ojos no me buscan como en ese ayer, y en los bloques arcillosos del pasado leo una y otra vez el signo de lo irreparable sin resignación posible. Y me encierro en la negación total de los que lo pierden todo y siguen temiendo, y me entrego a su adoración total intentando consentir su capricho. Pero me doy cuenta de que ese capricho no existe y esa entrega es imposible. Entonces me inunda la desesperanza de los que han visto la verdad, y ciego de pena y rabia me dejo llevar por la corriente lánguida del servilismo y la utilidad. Y no descanso, y mi mente se adormece mientras hago regalos e invitaciones, y con cada negativa me voy deshojando solo y marchito, y mi razón termina de nublarse, y me hundo en un pantano en el que ni siquiera puedo llorar. El peso de los días derrota mi espíritu y sólo me deja la cruel alternativa de recordar y añorar infructuosamente el pasado, y pensar, sólo pensar, que ha sido mi culpa, y que al menos eso, no puedo perderlo.
martes, 30 de junio de 2009
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