viernes, 8 de mayo de 2009

Interrogante y Decisión

La interrogante era siempre un desafío a su impenetrable pureza, una transgresión a todo lo sagrado que había en él, y era entonces que la pregunta traía el signo de nuestra arrogancia, de nuestro orgullo desmesurado y profanador, iconoclasta e incapaz de arrodillarse. Pero la pregunta con que desafiábamos los cielos no venía de un inmenso poder y valor ocultos tras nuestra miseria, aquella pregunta incansable y obsesiva tenía su origen más adentro, ahí en la noche de nuestro tiempo, en nuestro temor antiquísimo y original, el temor que nos hizo elevar al primer dios era el mismo que nos hacía destronar al último.

Por eso es que nuestra interrogante siempre encontraba a su paso el muro de una limitación original, una definición anterior a cualquier latido había cercado el avance de la pregunta que haríamos miles de años después, pues el dios mismo conocía nuestra ambición antes de arrojarnos aquí. Pero fuera cual fuera el indescifrable propósito del dios, presas del miedo seguiríamos avanzando renunciando a nuestras banderas de ayer para no aceptar la detención absoluta, dispuestos a todo cedimos cada una de las piedras del templo de nuestra razón, todo esto a cambio de otro puñado de ecuaciones y el embrujo tranquilizador del eterno progreso, de un camino sin término que nos condene. Con la misma inocencia con que cedimos lo inteligible a cambio de complejidad y cifras inmanejables, preferimos nuestra propia condena, nuestro propio infierno de vidas sin objetivo ni misión, a la condena desconocida e impuesta por su voluntad inescrutable e ininteligible, pues el infierno de nuestra marcha solitaria sería un desierto de abandono y nihilismo, pero el suyo sería un infierno de gritos y lamentos donde las pobres almas soñarían miedos sin nombre y sombras sin dueño.

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